Quien opina que toda definición de un arte personal —por la exigencia que le es inherente a la palabra definir, trazar límites— no puede ser otra cosa que una gestión encaminada a situarlo en un conjunto más amplio que es «el arte», difícilmente podrá eludir un trazado, siquiera sea brevísimo, de situaciones generales. Si, además, él piensa que no hay facultad más válida para el arte que la de testimoniar un estado colectivo, forzosamente ha de concebir todo arte personal como circunstancia derivada de condicionamientos previos. ¿Cómo podría, en el caso de una pintura tan enérgicamente consciente de su posición como la de Calvo, esquivar una leve referencia a esas condiciones?
No es verdad que la belleza sea, según la definía Lautreamont, algo como el encuentro fortuito entre
un paraguas y una máquina de coser. Por una razón muy simple: porque a la belleza, cuando fue
constituida, se le confirió un código muy estricto; ni más ni menos que una ley de proporciones. Y si
bien esa ley conducía directamente al acuerdo de partes, el entendimiento que podría derivarse de
ese encuentro entre paraguas y máquina no tendría nada que ver con la proporción, esto es,
requeriría un nuevo código. Eso entraría de lleno en las leyes de la expresión. Por lo demás, el
encuentro entre Fidias y el mármol de Paros nunca pudo ser fortuitó.
Tampoco es verdad que el arte contemporáneo haya puesto en ejercicio una nueva belleza. No hay
otra belleza que «la belleza». Lo que sí es nuevo es el reconocimiento de otras posibilidades de
acuerdo que antes parecían inverosímiles. Por eso, aunque después del dadaísmo continúa siendo
absurda la clásica presencia de la cabra en el garaje, el absurdo ya no puede ser desdeñado sin una
toma de posición. El arte contemporáneo es lo que es porque las posibilidades de acuerdo de sus
múltiples ingredientes en ninguno de sus casos puede conducir a algo que tenga relación con la
belleza. Y es radicalmente nuevo, no por no ser bello, sino por nacer absolutamente marginado de su
problema.
Repetirlo a estas alturas es casi una impertinencia: hoy, gran parte del arte se produce por la
dinamización de algo como el encuentro fortuito de elementos irreconciliables. No se quiere decir
que este arte opere con el absurdo como ingrediente básico, pero sí que, en el mejor de los casos, el
absurdo queda para este arte en calidad de disponible en el archivo de sus posibles recursos. Esto, en
definitiva, implica una condición de acuerdo, el acuerdo de las incongruencias. Pero al otro lado de
ese arte, en franca oposición a él aun cuando con la misma patente de contemporaneidad, se produce
el arte de los acuerdos destinados a la coherencia, en radical beligerancia contra el absurdo. Su
código, por supuesto, no es el de la expresión sino el de la proporción.
Expuestas así las cosas, parecería que este último arte mantiene una actitud reivindicatoria de todas
aquellas cualidades que definían a la belleza. Sin embargo, ese nuevo arte no reivindica nada, sino
que simplemente reclama un nuevo destino y un nuevo sentido de la proporción. La proporción de la
belleza es ideal. La proporción nueva es simplemente extensa. La primera conduce al arquetipo; la
segunda, al análisis.
Por supuesto, en el terreno de los hechos, las cosas no están tan clarificadas, aunque podrían ejemplificarse las afirmaciones señalando los extremos límites. También podrían polarizarse las actitudes significativas a partir de otros puntos de vista igualmente válidos; por ejemplo, a partir del punto de vista de un arte que tratara de expresar condiciones subjetivas frente al de otro arte que tratara de objetivar, pero esto sería reincidir en temas demasiado tratados en nuestros días. Manuel Calvo es uno de los protagonistas de la gestación de ese nuevo arte de la coherencia. Su ingrediente básico es la extensión; su procedimiento, la proporción. Procede, pues, sometiendo a una ley de proporciones su primer elemento disponible, la extensión. ¿Su primer elemento? He debido decir, su único elemento disponible. Porque, en efecto, Calvo prescinde conscientemente de toda otra primera materia para la elaboración de su obra analítica: ni formas —por más que en sus cuadros aparezca una estructuración formal— ni geometría —aún cuando ellos se hayan realizado dentro de un estricto sentido geométrico— ni ningún asomo de contemporización expresiva.
Ahora bien; lanuda extensión sería, en buena ley el cuadrado blanco de su cuadro. Calvo, es verdad
que opera sólo con la extensión, pero ella está sometida a una ley de proporción. Es decir, que
mediante el proceso de su pintura moviliza esa primera materia disponible agrediendo su pasividad.
Complica su elementalidad convirtiendo la mera extensión en espacio plástico. Espacio, en este
caso, quieie decir extensión objetivada, pensada y racionalizada. Espacio plástico quiere decir
adecuación de un espacio racionalizado a un sistema de proporciones habitables, acordes con una
forma de estar en el mundo de hoy.
Importa no perder de vista la afirmación inicial de que Calvo opera con la extensión como único
elemento primario. Si me he referido al espacio no hay que ver en ello otra cosa que la misma
extensión privada de su cualidad elemental como consecuencia del análisis. Si me he referido a la
proporción, no hay que ver en ello otra cosa que un método. Pero hay que decir cómo proporciona
con tal economía de elementos. Diferencia. Diferenciar es referenciar. También esto significa
activar el vacío extenso. Significa, además, darle una pauta a la mensurabilidad, establecer un hito
para la transformación de lo simplemente extenso en espacial. Manuel Calvo procede diferenciando
la simple extensión de su plano blanco mediante elementos espaciales, es decir, mediante la división
del plano pasivamente extenso en ámbitos espaciales diferenciados.
Me apresuro a decir cómo esta división no se justifica por sí misma y cabalmente pretende una
finalidad que es todo lo contrario de la atomización: la integración de todas las partes en un todo. La
parcelación del cuadro en ámbitos espaciales es, en su método analítico, un estado transitorio, un
procedimiento destinado a referenciar, a potenciar la extensión transformándola en espacio. Pero
automáticamente de establecida la diferencia se le niega a cada parte su autonomía. Le reconoce su
vivir a condición de un previo pacto de dependencias. Ahí es donde entra en juego lo que aquí se ha
llamado «proporción» restaurando para esta palabra un sentido que el tiempo y el uso han ido
minando. La proporción en el arte de Calvo significa el mantenimiento de una permanente ley de
equilibrio de las partes salvaguardando la unidad. El establecimiento de una equivalencia en dos
ámbitos diferenciados, por ejemplo, conduce ala unidad de la obra; esto es, lo que en la terminología
del concretismo se llama positivo-negativo.